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sábado, 23 de noviembre de 2013

José Clemente Orozco (Zapotlán, actual Ciudad Guzmán, 1883 - México, 1949)




























Muralista mexicano. Unido por vínculos de afinidad ideológica y por la propia naturaleza de su trabajo artístico a las controvertidas personalidades de Rivera, Siqueiros y Tamayo, José Clemente Orozco fue uno de los creadores que, en el fértil período de entreguerras, hizo florecer el arte pictórico mexicano gracias a sus originales creaciones, marcadas por las tendencias artísticas que surgían al otro lado del Atlántico, en la vieja Europa.

Orozco colaboró al acceso a la modernidad estética de toda Latinoamérica, aunque la afirmación tenga sólo un valor relativo y deban considerarse las peculiares características del arte que practicaba, poderosamente influido, como es natural, por la vocación pedagógica y el aliento político y social que informó el trabajo de los muralistas mexicanos. Empeñados éstos en llevar a cabo una tarea de educación de las masas populares, con objeto de incitarlas a la toma de conciencia revolucionaria y nacional, debieron buscar un lenguaje plástico directo, sencillo y poderoso, sin demasiadas concesiones al experimentalismo vanguardista.

A los veintitrés años ingresó en la Academia de Bellas Artes de San Carlos para completar su formación académica, puesto que su familia había decidido que aprovechara sus innegables condiciones para el dibujo en "unos estudios que le aseguraran el porvenir y que, además, pudieran servir para administrar sus tierras", por lo que el muchacho inició la carrera de ingeniero agrónomo. El destino profesional que el entorno familiar le reservaba no satisfacía en absoluto las aspiraciones de Orozco, que muy pronto tuvo que afrontar las consecuencias de un combate interior en el que su talento artístico se rebelaba ante unos estudios que no le interesaban. Y ya en 1909 decidió consagrarse por completo a la pintura.

Durante cinco años, de 1911 a 1916, para conseguir los ingresos económicos que le permitieran dedicarse a su vocación, colaboró como caricaturista en algunas publicaciones, entre ellas El Hijo del Ahuizote y La Vanguardia, y realizó una notable serie de acuarelas ambientadas en los barrios bajos de la capital mexicana, con especial presencia de unos antros nocturnos, muchas veces sórdidos, demostrando en ambas facetas, la del caricaturista de actualidad y la del pintor, una originalidad muy influida por las tendencias expresionistas.

De esa época es, también, su primer cuadro de grandes dimensiones, Las últimas fuerzas españolas evacuando con honor el castillo de San Juan de Ulúa (1915) y su primera exposición pública, en 1916, en la librería Biblos de Ciudad de México, constituida por un centenar de pinturas, acuarelas y dibujos que, con el título de La Casa de las Lágrimas, estaban consagrados a las prostitutas y revelaban una originalidad en la concepción, una búsqueda de lo "diferente" que no excluía la compasión y optaba, decididamente, por la crítica social.

Puede hallarse en las pinturas de esta primera época una evidente conexión, aunque no una visible influencia, con las del gran pintor francés Toulouse-Lautrec, ya que el mexicano realizó también en sus lienzos una pintura para "la gente de la calle", lo que se ha denominado "el gran público", y ambos eligieron como tema y plasmaron en sus telas el ambiente de los cafés, los cabarets y las casas de mala nota.

Orozco consiguió dar a sus obras un cálido clima afectivo, una violencia incluso, que le valió el calificativo de "Goya mexicano", porque conseguía reflejar en el lienzo algo más que la realidad física del modelo elegido, de modo que en su pintura (especialmente la de caballete) puede captarse una oscura vibración humana a la que no son ajenas las circunstancias del modelo. Conservó este sobrenombre para dar testimonio de la Revolución Mexicana con sus caricaturas en La Vanguardia, uniéndose de ese modo a la tradición satírica inaugurada, a finales del siglo XIX, por Escalante y Villanuesa.

Una fecha significativa en la trayectoria pictórica de José Clemente Orozco es el año 1922. Por ese entonces se unió a Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros y otros artistas para iniciar el movimiento muralista mexicano, que tan gran predicamento internacional llegó a tener y que llenó de monumentales obras las ciudades del país. De tendencia nacionalista, didáctica y popular, el movimiento pretendía poner en práctica la concepción del "arte de la calle" que los pintores defendían, poniéndolo al servicio de una ideología claramente izquierdista.

Desde el punto de vista formal, la principal característica de los colosales frescos que realizaba el grupo era su abandono de las pautas y directrices académicas, pero sin someterse a las "recetas" artísticas y a las innovaciones procedentes de Europa: sus creaciones preferían volverse hacia lo que consideraban las fuentes del arte precolombino y las raíces populares mexicanas. Los artistas crearon así un estilo que se adaptaba a la tarea que se habían asignado, a sus preocupaciones políticas y sociales y su voluntad didáctica; más tarde (junto a Rivera y Siqueiros) actuó en el Sindicato de Pintores y Escultores, decorando con vastos murales numerosos monumentos públicos y exigiendo para su trabajo, en un claro gesto que se quería ejemplarizante y reivindicativo, una remuneración equivalente al salario de cualquier obrero.

Orozco era pues un artista que optó por el "compromiso político", un artista cuyos temas referentes a la Revolución reflejan, con atormentado vigor e insuperable maestría, la tragedia y el heroísmo que llenan la historia mexicana, pero que dan fe también de una notable penetración cuando capta los tipos culturales o retrata el gran mosaico étnico de su país.

En 1928 el artista decide realizar un viaje por el extranjero. Se dirigió a Nueva York para presentar una exposición de sus Dibujos de la Revolución; inició de ese modo una actividad que le permitirá cubrir sus necesidades, pues Orozco se financia a partir de entonces gracias a sus numerosas exposiciones en distintos países. Su exposición neoyorquina tuvo un éxito notable, que fructificó dos años después, en 1930, en un encargo para realizar las decoraciones murales para el Pomona College de California, de las que merece ser destacado un grandilocuente y poderoso Prometeo; en 1931 decoró, también, la New School for Social Research de Nueva York.

Pero pese a haber roto con los moldes academicistas y a su rechazo a las innovaciones estéticas de la vieja Europa, el pintor sentía una ardiente curiosidad, un casi incontenible deseo de conocer un continente en el que habían florecido tantas civilizaciones. Los beneficios obtenidos con su trabajo en Nueva York y California le permitieron llevar a cabo el soñado viaje. Permaneció en España e Italia, dedicado a visitar museos y estudiar las obras de sus más destacados pintores.

Se interesó por el arte barroco y, desde entonces, puede observarse cierta influencia de estas obras en sus posteriores realizaciones, sobre todo en la organización compositiva de los grupos humanos, en la que son evidentes las grandes diagonales, así como en la utilización de los teatrales efectos del claroscuro, que descubrió al estudiar las obras de Velázquez y Caravaggio, que le permitió conseguir en sus creaciones un poderoso efecto dramático del que hasta entonces carecía, gracias al contraste entre luces y sombras y a las mesuradas gradaciones del negro en perspectivas aéreas.

Se dirigió luego a Inglaterra pero el carácter inglés, que le parecía "frío y poco apasionado", no le gustó en absoluto y, tras permanecer breve tiempo en París, para tomar contacto con "las últimas tendencias del momento", decidió emprender el regreso a su tierra natal. Allí inició de nuevo la realización de grandes pinturas murales para los edificios públicos.

Con la clara voluntad de ser un intérprete plástico de la Revolución, José Clemente Orozco puso en pie una obra monumental, profundamente dramática por su contenido y sus temas referidos a los acontecimientos históricos, sociales y políticos que había vivido el país, contemplado siempre desde el desencanto y desde una perspectiva de izquierdas, extremadamente crítica, pero también por su estilo y su forma, por el trazo, la paleta y la composición de sus pinturas, puestas al servicio de una expresividad violenta y desgarradora.

Su obra podría enmarcarse en un realismo ferozmente expresionista, fruto tal vez de su contacto con las vanguardias parisinas, a pesar de su consciente rechazo de las influencias estéticas del Viejo Mundo; el suyo es un expresionismo que se manifiesta en grandes composiciones, las cuales, por su rigor geométrico y el hieratismo de sus robustos personajes, nos hacen pensar, hasta cierto punto, en algunos ejemplos de la escultura precolombina. Hay que recordar al respecto que Orozco, Rivera y Siqueiros, el "grupo de los tres" como les gustaba llamarse, defendían el regreso a los orígenes, a la pureza de las formas mayas y aztecas, como principal característica de su trabajo artístico.

Cuando, en 1945, publicó su autobiografía, el cansancio por una lucha política muchas veces traicionada, el desencanto por las experiencias vividas en los últimos años y, tal vez, también el inevitable paso de los años, se concretan en unas páginas de evidente cinismo de las que brota un aura desengañada y pesimista. Europa nunca llegó a comprenderle, porque sus inquietudes estaban muy alejadas de las preocupaciones que agitaban, en su época, al continente, y porque no entendía, tampoco, el contexto social en el que Orozco se movía.

Su gigantismo, sus llamativos colores, aquella figuración narrativa que caía, de vez en cuando, en lo anecdótico, respondían a unas necesidades objetivas, a una lucha en definitiva, que parecieron exóticas en el contexto europeo. Era un arte que pretendía servir al pueblo, ponerse al servicio de cierta interpretación de la historia, en unos murales de convincente fuerza expresiva.

Hay que poner de relieve, como muestra del trabajo y las líneas creativas del pintor, las obras que realizó, entre 1922 y 1926, para la Escuela Nacional Preparatoria de México D. F., entre las que hay un Cortés y la Malinche, cuyo tema pone de relieve un momento crucial en la historia de México, en trazos transidos de luces y sombras. De 1932 a 1934, realizó para la Biblioteca Baker del Darmouth College, Hannover, New Hampshire, Estados Unidos, una serie de seis frescos monumentales, uno de los cuales, La enseñanza libresca genera monstruos, además de aludir oscuramente a su maestro Goya, supone una sarcástica advertencia en un edificio destinado, precisamente, a albergar la biblioteca de una institución docente.

Para la Suprema Corte de Justicia de México D. F., Orozco realizó dos murales que son un compendio de las obsesiones de su vida: La justicia y Luchas proletarias, pintados durante 1940 y 1941. Por fin, en 1948 y para el Castillo de Chapultepec, en México D. F., Orozco llevó a cabo el que debía ser su último gran mural, como homenaje a uno de los políticos que, por sus orígenes indígenas y su talante liberal, más cerca estaban del artista: Benito Juárez.

Miembro fundador de El Colegio Nacional y Premio Nacional de Artes en 1946, practicó también el grabado y la litografía. Dejó, además, una abundante obra de caballete, caracterizada por la soltura de su técnica y sus pinceladas amplias y prolongadas; sus lienzos parecen a veces una sinfonía de tonos oscuros y sombríos, mientras en otras ocasiones su paleta opta por un colorido brillante y casi explosivo.

Entre sus cuadros más significativos hay que mencionar La hora del chulo, de 1913, buena muestra de su primer interés por los ambientes sórdidos de la capital; Combate, de 1920, y Cristo destruye su cruz, pintado en 1943, obra de revelador título que pone de manifiesto la actitud vital e ideológica que informó toda la vida del artista. De entre sus últimas producciones en caballete, el Museo de Arte Carrillo, en México D. F., alberga una Resurrección de Lázaro, pintada en 1947, casi al final de su vida.

En la producción de sus años postreros puede advertirse un afán innovador, un deseo de experimentar con nuevas técnicas, que se refleja en el mural La Alegoría nacional, en cuya realización utilizó fragmentos metálicos incrustados en el hormigón. Su aportación a la pintura nacional y la importancia de su figura artística decidieron al presidente Miguel Alemán ordenar que sus restos recibieran sepultura en el Panteón de los Hombres Ilustres.









































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