Conviene insistir en dos puntos: primero, la base moral de la sociología moderna; y segundo, el marco intuitivo o artístico en que se han alcanzado las ideas centrales de la sociología.
Las grandes ideas de las ciencias sociales tienen invariablemente sus raíces en aspiraciones morales, por abstractas que las ideas sean a veces, por neutrales que parezcan a los teóricos e investigadores, nunca se despojan, en realidad, de sus orígenes morales. Esto es particularmente cierto con relación a las ideas de que nos ocupamos en este libro. Ellas no surgieron del razonamiento simple y carente de compromisos morales de la ciencia pura. No es desmerecer la grandeza científica de hombres como Weber y Durkheim afirmar que trabajaban con materiales intelectuales valores, conceptos y teorías que jamás hubieran llegado a poseer sin los persistentes conflictos morales del siglo XIX. Cada una de las ideas mencionadas aparece por primera vez en forma de una afirmación moral, sin ambigüedades ni disfraces. La comunidad comienza como valor moral, y sólo gradualmente se hace notoria en el pensamiento sociológico del siglo la secularización de este concepto. Lo mismo podemos decir de la alienación, la autoridad, el status, etc. Estas ideas nunca pierden por completo su textura moral. Aun en los escritos científicos de Weber y Durkheim, un siglo después de que aquéllas hicieran su aparición, se conserva vívido el elemento moral. Los grandes sociólogos jamás dejaron de ser filósofos morales.
¡Y jamás dejaron de ser artistas! Es importante tener presente contra un cientificismo vulgar, que ninguna de las ideas que nos interesan -ideas que siguen siendo, repito, centrales en el pensamiento sociológico contemporáneo- surgió como consecuencia de lo que hoy nos complace llamar "razonamiento para la resolución de problemas". Cada una de ellas es, sin excepciones, resultado de procesos de pensamiento -imaginación, visión, intuición-- que tienen tanta relación con el artista como con el investigador científico. Si insisto en este punto, es solo porque en nuestra época, los bien intencionados y elocuentes maestros de la sociología (y también de otras ciencias sociales), recalcan con demasiada asiduidad que lo que es científico (¡Y por consiguiente importante!) en su disciplina, es únicamente consecuencia de poner la razón al servicio de la definición y resolución de problemas.
¿Quién se atreve a pensar que las Gemeinschaft y Gessellschaft de la tipología de Tönnies, la concepción weberiana de la racionalización, la imagen de la metrópoli de Simmel, y la idea sobre la anomia de Durkheim provengan de lo que hoy entendemos por análisis lógico-empírico? Formular la pregunta implica ya conocer la respuesta. Estos hombres no trabajaron en absoluto con problemas finitos y ordenados ante ellos. No fueron en modo alguno resolvedores de problemas. Con intuición sagaz, con captación imaginativa y profunda de las cosas, reaccionaron ante el mundo que los rodeaba como hubiera reaccionado un artista, y también como un artista, objetivando estados mentales íntimos, sólo parcialmente conscientes.
Tomemos, a titulo de ejemplo, la concepción de la sociedad y el hombre subyacente en el gran estudio de Durkheim acerca del suicidio. Se trata, en lo fundamental, de la perspectiva de un artista, tanto como la de un hombre de ciencia. El trasfondo, los detalles y la caracterización se combinan en una imagen total iconística por su captación de un orden social completo. ¿Cómo logró Durkheim esta idea rectora? De algo podemos estar seguros: no la encontró examinando las estadísticas vitales de Europa, como hubiera sucedido si se aplicara a la ciencia la fábula de la cigüeña; tampoco Darwin extrajo la idea de la selección natural de sus observaciones durante el viaje del Beagle. La idea, así como el argumento y las conclusiones de El suicidio ya estaban en su mente antes de examinar las estadísticas. ¿De dónde, pues, la obtuvo? Sólo cabe especular al respecto. Pudo haber arribado a ella en sus lecturas de Tocqueville, quien a su vez tal vez la dedujo de Lamennais, quien es posible que la tomara de Bonald o Chateaubriand. O quizás provino de una experiencia personal; de algún recordado fragmento del Talmud, de una intuición nacida de su propia soledad y marginalidad, una migaja de experiencia parisiense. ¿Quién puede saberlo? Pero una cosa es cierta: la fecunda combinación de ideas que hay detrás de El suicidio -de la cual seguimos extrayendo provecho en nuestras empresas científicas- se alcanzó de una forma más afín con los procedimientos de un artista que con los del procesador de datos, el lógico o el tecnólogo.
No es muy diferente lo que ocurre con las ideas y perspectivas de Simmel, el más imaginativo e intuitivo de los grandes sociólogos, y en más de un sentido. Sus descripciones del miedo, del amor, los convencionalismos, el poder y la amistad, exhiben la mentalidad de un artista-ensayista. Y no constituye distorsión alguna de valores ubicarlo junto a maestros como Platón o Montaigne. Si eliminamos su visión artística de sus análisis de lo extraño, la díada y el rol del secreto habremos eliminado todo lo que le da vida. En Simmel hay esa maravillosa tensión entre lo estético concreto y lo filosófico general propio de las grandes obras. El elemento estético es lo que hace imposible la absorción de su material sociológico por medio de una teoría sistemática y anónima. Uno debe retornar al propio Simmel para dar con el concepto real. Al igual de lo que sucede con Darwin y Freud, siempre es posible deducir del hombre mismo algo importante que ninguna formulación impersonal de la teoría social permite entrever.
Nuestra relación con estas ideas y sus creadores es semejante a la que vincula al artista con sus predecesores. Del mismo modo que el novelista siempre aprenderá algo nuevo al estudiar Y reestudiar a Dostoievski o James -un sentido del desarrollo y la forma, y el modo de extraer inspiración de una fuente fecunda- también el sociólogo aprende permanentemente al releer a hombres como Weber y Simmel.
Este es el rasgo que diferencia a la sociología de algunas ciencias físico-naturales. Lo que el físico joven puede aprender, aun de un Newton, tiene un límite. Una vez entendidos los puntos fundamentales de los Principia, es poco probable que su relectura le ofrezca, como físico, mucho más (aunque podría extraer nuevas ideas de ellos como historiador de la ciencia). ¡Cuán diferente es la relación del sociólogo con un Simmel o un Durkheim! La lectura directa será siempre provechosa, siempre dará como resultado la adquisición de una información fecunda, capaz de ensanchar los horizontes del lector. Proceso semejante al del artista contemporáneo que se enfrasca en el estudio de 1a arquitectura medieval, el soneto isabelino o las pinturas de Matisse. Tal es la esencia de la historia del arte, y la razón de que la historia de la sociología sea tan diferente de la historia de la ciencia.
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