martes, 9 de septiembre de 2014

León Tolstói





















































(Liev Nikoláievich Tolstói; Yasnaia Poliana, 1828 - Astapovo, 1910) Escritor y ruso. Hijo del noble propietario y de la acaudalada princesa María Volkonski, Tolstói viviría siempre escindido entre esos dos espacios simbólicos que son la gran urbe y el campo, pues si el primero representaba para él el deleite, el derroche y el lujo de quienes ambicionaban brillar en sociedad, el segundo, por el que sintió devoción, era el lugar del laborioso alumbramiento de sus preclaros sueños literarios.

El muchacho quedó precozmente huérfano, porque su madre falleció a los dos años de haberlo concebido y su padre murió en 1837. Pero el hecho de que después pasara a vivir con dos tías suyas no influyó en su educación, que estuvo durante todo este tiempo al cuidado de varios preceptores masculinos no demasiado exigentes con el joven aristócrata.

En 1843 pasó a la Universidad de Kazán, donde se matriculó en la Facultad de Letras, carrera que abandonó para cursar Derecho. Estos cambios, no obstante, hicieron que mejorasen muy poco sus pésimos rendimientos académicos y probablemente no hubiera coronado nunca con éxito su instrucción de no haber atendido sus examinadores al alto rango de su familia.

Además, según cuenta el propio Tolstoi en Adolescencia, a los dieciséis años carecía de toda convicción moral y religiosa, se entregaba sin remordimiento a la ociosidad, era disoluto, resistía asombrosamente las bebidas alcohólicas, jugaba a las cartas sin descanso y obtenía con envidiable facilidad los favores de las mujeres. Regalado por esa existencia de estudiante rico y con completa despreocupación de sus obligaciones, vivió algún tiempo tanto en la bulliciosa Kazán como en la corrompida y deslumbrante ciudad de San Petersburgo.

Al salir de la universidad, en 1847, escapó de las populosas urbes y se refugió entre los campesinos de su Yasnaia Poliana natal, sufriendo su conciencia una profunda sacudida ante el espectáculo del dolor y la miseria de sus siervos. A raíz de esta descorazonadora experiencia, concibió la noble idea de consagrarse al mejoramiento y enmienda de las opresivas condiciones de los pobres, pero aún no sabía por dónde empezar. De momento, para dar rienda suelta al vigor desbordante de su espíritu joven decidió abrazar la carrera militar e ingresó en el ejército a instancias de su amado hermano Nicolás. Pasó el examen reglamentario en Tiflis y fue nombrado oficial de artillería.

El enfrentamiento contra las guerrillas tártaras en las fronteras del Cáucaso tuvo para él la doble consecuencia de descubrirle la propia temeridad y desprecio de la muerte y de darle a conocer un paisaje impresionante que guardará para siempre en su memoria. Enamorado desde niño de la naturaleza, aquellos monumentales lugares grabaron en su ánimo una nueva fe panteísta y un indeleble y singular misticismo.

Al estallar la guerra de Crimea en 1853, pidió ser destinado al frente, donde dio muestras de gran arrojo y ganó cierta reputación por su intrepidez, pero su sensibilidad exacerbada toleró con impaciencia la ineptitud de los generales y el a menudo baldío heroísmo de los soldados, de modo que pidió su retiro y, tras descansar una breve temporada en el campo, decidió consagrarse por entero a la tarea de escribir.

Lampiño en su época de estudiante, mostachudo en el ejército y barbado en la década de los sesenta, la estampa que se hizo más célebre de Tolstoi es la que lo retrata ya anciano, con las luengas y pobladas barbas blancas reposando en el pecho, el enérgico rostro hendido por una miríada de arrugas y los ojos alucinados. Pero esta emblemática imagen de patriarca terminó por adoptarla en su excéntrica vejez tras arduas batallas para reformar la vida social de su patria, empresa ésta jalonada en demasiadas ocasiones por inapelables derrotas.

Durante algún tiempo viajó por Francia, Alemania, Suiza..., y de allí se trajo las revolucionarias ideas pedagógicas que le moverían a abrir una escuela para pobres y fundar un periódico sobre temas didácticos al que puso por nombre Yasnaia Poliana. La enseñanza en su institución era completamente gratuita, los alumnos podían entrar y salir de clase a su antojo y jamás, por ningún motivo, se procedía al más mínimo castigo. La escuela estaba ubicada en una casa próxima a la que habitaba Tolstoi y la base de la enseñanza era el Antiguo Testamento.

Pronto fue imitada por otras, pero su peligrosa novedad, junto a los ataques del escritor contra la censura y a su reivindicación de la libertad de palabra para todos, incluso para los disidentes políticos, despertó las iras del gobierno que a los pocos años mandó cerrarla. Era uno de los primeros reveses de su proyecto reformador y uno de los primeros encontronazos con las fuerzas vivas de Rusia, aunque no sería el único. Sus discrepancias con la Iglesia Ortodoxa también se hicieron notorias al negar abiertamente su parafernalia litúrgica, denunciar la inútil profusión de iconos, los enrarecidos ambientes con olor a incienso y la hipocresía y superficialidad de los popes.

Además, cargó contra el ejército basándose en el Sermón de la Montaña y recordando que toda forma de violencia era contraria a la enseñanza de Cristo, con lo que se ganó la enemistad juramentada no sólo de los militares sino del propio zar. Incluso sus propios siervos, a los que concedió la emancipación tras el decreto de febrero de 1861, miraron siempre a Tostoi, hombre tan bondadoso como de temperamento tornadizo, con insuperable suspicacia.

A pesar de ser persona acostumbrada a meditar sobre la muerte, el trágico fallecimiento de su hermano Nicolás, acaecido el 20 de septiembre de 1860, le produjo una extraordinaria conmoción y, al año siguiente, se estableció definitivamente en Yasnaia Poliana. Allá trasladará en 1862 a su flamante esposa Sofía Behrs, hija de un médico de Moscú con quien compartió toda su vida y cuya abnegación y sentido práctico fue el complemento ideal para un hombre abismado en sus propias fantasías.

Sofía era entonces una inocente muchacha de dieciocho años, deslumbrada por aquel experimentado joven de treinta y cuatro que tenía a sus espaldas un pasado aventurero y que además, con imprudente sinceridad, quiso que conociese al detalle sus anteriores locuras y le entregó el diario de su juventud donde daba cuenta de sus escandalosos desafueros y flirteos. Con todo, aquella doncella que le daría trece hijos, no titubeó ni un momento y aceptó enamorada la proposición de unir sus vidas, contrato que, salvando períodos tormentosos, habría de durar casi medio siglo.

Merced a los cuidados que le prodigaba Sofía en los primeros y felices años de matrimonio, Tolstoi gozó de condiciones óptimas para escribir su asombroso fresco histórico titulado Guerra y paz, la epopeya de la invasión de Rusia por Napoleón en 1812, en la que se recrean nada menos que las vidas de quinientos personajes. El abultado manuscrito fue pacientemente copiado siete veces por la esposa a medida que el escritor corregía; también era ella quien se ocupaba de la educación de los hijos, de presentar a las niñas en sociedad y de cuidar del patrimonio familiar.

La construcción de este monumento literario le reportó inmediatamente fama en Rusia y en Europa, porque fue traducido enseguida a todas las lenguas cultas e influyó notablemente en la narrativa posterior, pero el místico patriarca juzgó siempre que gozar halagadamente de esta celebridad era una nueva forma de pecado, una manera indigna de complacerse en la vanidad y en la soberbia.

Si Guerra y paz había comenzado a publicarse por entregas en la revista El Mensajero Ruso en 1864 y se concluyó en 1869, muchas fueron después las obras notables que salieron de su prolífica pluma y cuya obra completa puede llenar casi un centenar de volúmenes. La principal de ellas es Ana Karenina (1875-1876), donde se relata una febril pasión adúltera, pero también son impresionantes La sonata a Kreutzer (1890), curiosa condenación del matrimonio, y la que es acaso más patética de todas: La muerte de Iván Ilich (1885).

Al igual que algunos de sus personajes, el final de Tolstoi tampoco estuvo exento de dramatismo y el escritor expiró en condiciones bastante extrañas. Había vivido los últimos años compartiendo casi todo su tiempo con depauperados campesinos, predicando con el ejemplo su doctrina de la pobreza, trabajando como zapatero durante varias horas al día y repartiendo limosna. Muy distanciado de su familia, que no podía comprender estas extravagancias, se abstenía de fumar y de beber alcohol, se alimentaba de vegetales y dormía en un duro catre.

Por último, concibió la idea de terminar sus días en un retiro humilde y el octogenario abandonó su hogar subrepticiamente en la sola compañía de su acólito el doctor Marivetski, que había dejado su rica clientela de la ciudad para seguir los pasos del íntegro novelista. Tras explicar sus razones en una carta a su esposa, partió en la madrugada del 10 de noviembre de 1910 con un pequeño baúl en el que metió su ropa blanca y unos pocos libros.

Durante algunos días nada se supo de los fugitivos, pero el 14 Tolstoi fue víctima de un grave ataque pulmonar que lo obligó a detenerse y a buscar refugio en la casa del jefe de estación de Astapovo, donde recibió los cuidados solícitos de la familia de éste. Sofía llegó antes de que falleciera, pero no quiso turbar la paz del moribundo y no entró en la alcoba hasta después del final. Le dijeron, aunque no sabemos si la anciana pudo encontrar consuelo en esa filantropía tan injusta para con ella, que su últimas palabras habían sido: "Amo a muchos."

En cierto modo, la biografía de León Tolstoi constituye una infatigable exploración de las claves de esa sociedad plural y a menudo cruel que lo rodeaba, por lo que consagró toda su vida a la búsqueda dramática del compromiso más sincero y honesto que podía establecer con ella. Aristócrata refinado y opulento, acabó por definirse paradójicamante como anarquista cristiano, provocando el desconcierto entre los de su clase; creyente convencido de la verdad del Evangelio, mantuvo abiertos enfrentamientos con la Iglesia Ortodoxa y fue excomulgado; promotor de bienintencionadas reformas sociales, no obtuvo el reconocimiento ni la admiración de los radicales ni de los revolucionarios; héroe en la guerra de Crimea, enarboló después la bandera de la mansedumbre y la piedad como las más altas virtudes; y, en fin, discutible y discutido pensador social, nadie le niega hoy haber dado a la imprenta una obra literaria inmensa, una de las mayores de todos los tiempos, donde la epopeya y el lirismo se entreveran y donde la guerra y la paz de los pueblos cobran realidad plásticamente en los lujosos salones y en los campos de batalla, en las ilusiones irreductibles y en los furiosos tormentos del asendereado corazón humano.



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